Había una vez un palacio cercado por cuatro murallas. La exterior ceñía a la ciudad donde vivían los súbditos. Dentro de la ciudad se erigía una segunda muralla que rodeaba un magnífico jardín donde había todas las frutas y flores imaginables. Dentro del jardín había una tercera muralla protegida por el ejército de su majestad. La cuarta muralla rodeaba el palacio con incontables torres que se elevaban hacia el cielo.
Cuando el pequeño príncipe, hijo del rey, tenía siete años, se había contratado una banda de gitanos para entretener a la corte. Usaban alegres ropas coloridas, y tenían como atracción un oso bailarín. Por la noche, el rey fue hasta la habitación de su hijo, para desearle, como todas las noches, un sueño feliz, pero no lo encontró. Por mas que lo buscó por todas las dependencias del palacio no lo pudo encontrar, y esto le provocó una enorme angustia. Finalmente entendió que su hijo había desaparecido con los gitanos e inmediatamente movilizó a todo su ejército para encontrarlo, pero lamentablemente, y para la mayor tristeza del rey, el pequeño príncipe no apareció.
Pasaron muchos años durante los cuales el hijo del rey se crió entre los gitanos. Al niño se le habían olvidado el resplandor del palacio, sus lujos y su familia; sus amigos, las fiestas y todo lo que había en su vida como hijo del rey.
Cierto día, la noticia de que el rey estaba agonizando llegó hasta El pueblo de estos gitanos. El rey pedía que el príncipe volviera para coronarse. Prometía, además, que la persona que lo trajera ganaría una recompensa enorme. Como los gitanos pretendían ganar esa recompensa, lo llevaron al palacio enseguida.
Pasaron por la primera puerta de la primera muralla, y el joven miró la ciudad a su alrededor. No reconocía nada. Siguiendo su camino, pasaron por la segunda muralla, y entraron al jardín de las hermosas flores y frutas maduras. El joven tuvo una agradable sensación, pero aún no reconocía su entorno.
Al pasar por la tercera muralla vió a un grupo de soldados que desfilaban. Entonces llegó a la puerta de la cuarta muralla. Allí uno de los gitanos que lo acompañaba habló con el guardia que la protegía y, finalmente, los dejó pasar. El joven observaba asombrado las paredes recubiertas de oro y el gran lujo que se desplegaba ante su vista.
“Hoy verás al rey –le dijo el gitano-, el te dará los regalos más hermosos, oro y joyas, todo lo que tú quieras”.
Cuando el joven fue llevado ante el rey, éste le reconoció como su hijo, y con mucha emoción, tomándolo en sus brazos, le dijo: -“El reino es tuyo. Puedes tener lo que desees. ¿Cuál es tu voluntad?” El príncipe miró a su alrededor y se miró así mismo, sus pies descalzos y su ropa rasgada. Vió el trono esculpido en plata brillante, pero no recordaba nada. Finalmente dirigiéndose al rey, le dijo lo siguiente: –“Yo quisiera tener ropas abrigadas y un par de zapatos fuertes. Sería maravilloso”.
Todos somos como el pequeño príncipe. Siempre pedimos cosas pequeñas y nos olvidamos que el mundo entero, y eso incluye la gloria de Dios, es nuestro. Nos la pasamos tratando de obtener apenas lo necesario para sobrevivir el momento sin recordar que somos los hijos del Rey, nuestro Dios.
La verdad es que somos hijos del Rey, pero también es verdad que vivimos sin la conciencia de que, como hijos del Rey, podemos elevar nuestras vidas, nuestros propósitos, nuestras metas e ideales. Y aún así nuestra vida transcurre como si fuéramos mendigos. Corremos tras las necesidades más inmediatas y simples, sin fijarnos en lo que realmente es importante.
Este relato es una invitación para que meditemos y recordemos cual es el propósito de nuestra existencia y cual debería de ser nuestra forma de enfrentar esta vida. No como los que apenas buscan el hoy que termina con la puesta del sol, sino como los verdaderos hijos del rey que somos.
(Tomado De : Tiempo para vivir de Marcelo Rittner)